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miércoles, 19 de octubre de 2016

Y tú... ¿Temes a la muerte?



El frío de la noche ya empezaba a apretar y, arrobándome de nuevo con el único abrigo que tenía, dirigí una nueva mirada a la ventana.
Desde aquel estrecho cubículo se alcanzaban a ver los muelles, en aquel momento abarrotados de navíos, mayoritariamente galeones y fragatas tripulados por seres que ya habían perdido todo el honor y la pizca de humanidad que quedaba en sus fríos corazones. El color de sus velas era casi indistinguible debido a la oscuridad que ya lo bañaba todo. 



Por lo general, aquel parecía un puerto de ladrones normal, enmarcado por hermosas playas de agua turquesa, plagadas de palmeras tan altas y delgadas que incluso el viento podía mecerlas. Pero había algo diferente y especial en aquel atracadero, algo realmente temible e incluso diabólico… Entre todas aquellas naves bañadas por la luna llena destacaba una, una fragata inglesa armada por cuarenta cañones y coronada por enormes velas negras cuya simple visión ya causaba escalofríos, pero aquello no era lo único… Clavados en su casco, gracias a varios ganchos de hierro, se pudrían al menos una veintena de cadáveres de aquellos hombres que habían decidido no doblegar su voluntad a los antojos de su Capitán, una prueba más de lo que aquel hombre era capaz de hacer con aquellos que fueran capaces de llevarle la contraria. Aquel temible barco levaba por nombre “La venganza de la Reina Ana”, y desde hacía poco más de un año era el terror de todo el Caribe y de parte de las costas americanas. En aquel momento se estaba haciendo varias reparaciones en su casco, sobre todo las dejadas por las balas de cañón de su última víctima, el RMS Scarborough, la cual había enorgullecido en gran medida a su tripulación.
Durante casi diez millas habíamos estado siguiendo a aquel buque inglés, que inútilmente intentaba escapar de la gran lengua de fuego que salía de la proa de nuestra fragata, para finalmente ser aniquilado por sus cuarenta cañones, escupiendo su munición todos a la vez… Juro por Dios que ese barco se movió después de disparar.
Yo mismo, Tom Damphry, era el Segundo de su capitán, Edward Teach, el alma más negra y el más oscuro de los corazones de todos los piratas que hayan existido jamás. Aquel hombre estaba sentado junto a mí, e incluso sentado se apreciaba la gran estatura que poseía. Su rostro, de fría y gris mirada, estaba cubierto por una larga y frondosa barba de un negro tan profundo que incluso la luz del sol había llegado a arrancar de ella reflejos color cobalto, lo que hacía de su aspecto algo verdaderamente aterrador. Dicha barba estaba adornada con lazos del mismo color negro, y rematada en sus puntas por varias mechas de cañón, las mismas que a Teach tanto le gustaba prender cuando llegaba la hora de la batalla. El denso humo que procedía de estas mechas no tardaba mucho en rodear su duro rostro, dándole aún un aspecto aún más vil si cabe, si es que aquello era posible… Debido a esto, un característico olor parecido al de las brasas siempre acompañaba a nuestro Capitán, un olor que solía advertir de su presencia de una forma no menos sobrecogedora.
La poca piel que era visible en su rostro estaba enrojecida y curtida por el sol, al igual que la de sus enormes manos, rápidas y fuertes, siempre expectantes de apretar un gatillo o sujetar fieramente cualquier empuñadura. El nunca sonreía, y cuando lo hacía te hacía desear que no lo hubiera hecho jamás. La curvatura de sus labios era poco menos que diabólica, y el sonido de su risa bien podría ser comparado con el de un monstruo.
En aquel momento, gracias a la llama de las velas que iluminaban la habitación, sus ojos brillaban más que en otras ocasiones, y sus mejillas estaban aún más coloradas. La embriaguez ya se dejaba ver en su rostro a través de las negras plumas de su inseparable triconio, que ahora caía ante su rostro. Desde que habían empezado las entrevistas no había dejado de beber, la buena bodega del Capitán Hume había repuesto las nuestras de una manera que superaba nuestras expectativas, y realmente, su ron era exquisito. La segunda botella de licor, ya comletamente vacía, había rodado por la mesa y caído al suelo partiéndose en pezados, pero nadie recogió aquellos restos, solo esperábamos…
Antes de zarpar, Teach necesitaba reponer a casi la mitad de los hombres de su tripulación. Su victoria sobre el Scarborough había sido gloriosa, pero aquello siempre dejaba secuelas… Aquel puerto de paso, situado en algún lugar recóndito del Caribe que solo los maleantes conocían, parecía el lugar perfecto para conocer a aquellos valientes que estuvieran dispuestos a servir a Barbanegra. Mientras, el resto del equipo disfrutaba en la barra de aquella sucia taberna, en la que, mientras eran o no abastecidos de bebidas, se perdían entre los muslos de las libertinas prostitutas que por aquellos lares abundaban. En aquel sentido, el Capitán era un hombre bastante generoso, además, siempre había considerado que el alcohol y las mujeres eran lo que mejor funcionaba contra las penas y dramas.
Pocos habían sido los que de momento formaban la lista de nuevos enrolados, y es que Teach era bastante exigente con cierta cualidad, sin la cual los hombres no son más que hombres normales, mortales que no están hechos para dedicarse en cuerpo y alma a la piratería. Para él, un verdadero pirata estaba hecho de algo diferente al resto de los hombres.
El Capitán estiró la mano y agarró una tercera botella de ron, pero una nueva entrada en la habitación lo detuvo en su labor de descorcharla. Era un chico joven, vestido con sucias y raídas ropas que no hacía mucho debían haber tenido un aspecto espectacular. Era delgado, alto y de brazos fuertes, en su lucían unos ojos muertos, pero no debido a la ceguera, sino por la falta de ilusión… Cuando aquel chico clavó su mirada sobre mí sentí como si lo hiciera un muñeco.
—¿El Capitán Edward Teach? —preguntó el joven. Su voz no tembló, parecía alguien realmente decidido.
A Barbanegra solo le bastó una mirada para que los dos esbirros que custodiaban la puerta registraran al joven de arriba abajo, sin miramientos, solo buscaban armas. Realmente, no había logrado comprender porque el Capitán había decidido custodiar la puerta de aquella manera, ya que, no había hombre lo bastante estúpido en ningún lugar que osara acercarse hasta allí si no era poseedor de algún tipo de interés. Cuando los dos hombres hubieron terminado, sin ningún éxito, yo mismo fui el que le señaló la silla que había ante la mesa en la que me sentaba junto al Capitán.
—¿Nombre? —preguntó Barbanegra, con voz ronca y sin apenas levantar la cabeza.
—Danny, Señor. Danny Mayers.
El joven miraba al frente, con la cabeza alta, casi hubiera dicho que desafiante. De cada poro de su piel exhumaba valentía.
—Bien, Mayers… —El Capitán volvió a alcanzar la botella de ron y rellenó dos vasos más, ofreciéndole uno de ellos al chico, que con gusto lo aceptó—. ¿Por qué estás aquí?
—He oído que esté buscando hombres para su tripulación, la derrota del Scarborough ya había recorrido nuestras calles, de lengua en lengua, antes de que usted llegara. Estoy aquí porque quiero unirme a su flota.
—Bien, bien… Me agrada que mis andanzas precedan a mi persona, vaya al lugar al que vaya, como una sombra que se adelanta al desastre… Y digame, Mayers… ¿Qué es lo que puede aportar a mi tripulación?
—No temo a la muerte, Capitán.
Al escuchar aquellas palabras, el vaso de ron de Teach se quedó a medio camino de su boca. Ahora miraba al joven fijamente a los ojos, mientras en su boca se formaba una sonrisa a medio camino entre la burla y la aprobación que mostraba sus dientes manchados de tabaco.
—Ah, ¿sí? ¿No teme a la muerte?
—No.
—¿Y puedo saber la razón?
—Lo he perdido todo, Capitán, ya no me queda nada en esta vida. Mi esposa murió al dar a luz a nuestro primer hijo, nacido muerto. Me echaron del trabajo hace ya más de tres meses, ahora me he quedado sin casa, sin empleo, sin familia… Ya no me queda nada, no tengo nada que perder. Si muero, realmente sería un alivio para mí.
Danny Mayers parecía realmente decidido, ni siquiera había pestañeado durante su discurso. Parecía duro, rudo… Su tristeza parecía haber alimentado más su odio hacia la vida.
El Capitán lo había escuchado atentamente, y en sus fríos ojos parecía haber aparecido el escurridizo brillo del interés, interés que no había visto en el en ninguna de las entrevistas anteriores.
—Interesante... Muy, muy interesante… —dijo casi para sí mismo mientras se acomodaba en el respaldo de su sillón—. Y dígame, Mayers, ¿es posible que haya algo que le haga cambiar de opinión?
—No, Señor.
—¿Nada de nada?
—No.
—Bien, veo que eres un hombre seguro, y de pocas palabras también. Por lo que… Si no es inconveniente, me gustaría hacer algo con usted, ya que asegura no temer a la muerte, claro. Quizá le guste…
Mayers respondió con una sonrisa a la proposición de Teach, una sonrisa que delataba su seguridad, como si hubiera tomado aquellas palabras del Capitán como su aceptación para viajar a bordo de “La venganza de la Reina Ana”.
—Cuando usted quiera… —respondió desafiante.
Edward Teach, con una rapidez asombrosa, agarró una de las tres pistolas que portaba, la de mayor calibre había sido la elegida, y apuntó con ella directamente a la cabeza del joven. Los ojos de Mayers se hicieron enormes, casi sobrenaturales, y sus manos, las mismas que sujetaban los reposabrazos de su silla, perdieron el color de lo fuerte que se agarraron a ellos.
—Esta es mi nueva adquisición, Señor Mayer. No sabe usted cuánto me gustaría estrenarla con alguien que no teme a la muerte, como usted… ¿Está de acuerdo?
Mayer no dijo ni una sola palabra más, a decir verdad, dudo que hubiera podido. El joven se levantó de la silla con el rostro ya bañado el sudor, y se precipitó sobre la puerta de la habitación. Las carcajadas de los dos secuaces que la custodiaban resonaron en toda la taberna, incluso algunos clientes de la misma se unieron a ellas, alimentando así aún más la vergüenza del desgraciado Mayers.
Barbanegra agarró el vaso inacabado del joven y se lo bebió de un trago, después volvió a servir dos más, uno para él, y otro para mí.
—Hay… Amigo. —Me dijo al brindar, el brillo de su mirada era mayor que el de las piedras preciosas que adornaban sus dedos—. Cuánto le queda por aprender a estos hombres sobre cómo ser un verdadero pirata... Solo cuando te ves tan cerca de la muerte eres capaz de aferrarte a la vida, como ha demostrado el joven Mayers, y a estas alturas todos deberían saber que para gente así no hay sitio en mi navío. Contra más presumes de algo más careces de él, solo que alguien tiene que ayudarte a darte cuenta. Para mis hombres la muerte es algo que los acecha constantemente, y me enorgullece como a nadie ver que sus mayores deseos son el morir tan dignamente que, cuando bajen al infierno, puedan celebrando invitando a una copa de ron al mismísimo diablo.


3 comentarios:

  1. Me encantan las historias de piratas y de verdad que me has hecho disfrutar con la tuya. Ese Barbanegra tan especial haciendo su particular entrevista de trabajo, ja, ja. Y un final buenísimo. Muy bien escrito, Ana. Me ha gustado el vocabulario y la veracidad que has conseguido, resultado de un relato trabajado en todos sus detalles. Te felicito. Un fuerte abrazo

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    1. Muchas gracias , Isidoro!! Me alegra mucho que te guste. A mi también me han gustado desde siempre las historias de piratas, y antes de escribir esta me imagine como debían de ser esas entrevistas para embarcar en ciertas tripulaciones. Como los mineros, creo que los piratas están hechos de otra pasta que el resto de las personas.

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  2. Hola soy de la inciativa seamos seguidores, ya te sigo, te invito a mi blog;)

    http://estoyentrepaginas.blogspot.com.es/?

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