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miércoles, 6 de julio de 2016

El hechizo





En muchas ocasiones las historias que nacen en nuestra mente son inspiradas por algún hecho que nos rodea en el momento de escribirlas, o que ya ha tenido lugar en nuestras vidas... Pero no siempre somos conscientes de lo que esas situaciones o vivencias nos marcan a la hora de escribir, solo con el paso del tiempo lo descubrimos, si es que lo hacemos. 
Hoy quiero compartir con vosotros el comienzo de mi próxima obra, que pronto estará disponible en Amazon. Tardé un año en darme cuenta de lo que realmente quise transmitir al escribirla, y aquí os dejo su mensaje.





Sinopsis: La vida del Rey Jorik estaba llegando a su fin, y su hijo, el Príncipe Adam, se iba hundiendo cada vez más bajo el peso de la gran responsabilidad que se le venía encima, Aunque no era esta última lo que más lo perturbaba… A lo largo de toda su vida había recibido una exquisita educación que lo convertía en un joven sobradamente apto para ocupar el trono de su padre, pero era la simple idea de perder a la última persona que le quedaba en el mundo lo que lo hacía sufrir de aquella manera.
Guiado por su miedo, Adam le pidió ayuda al hombre más cercano a su padre, el cual le abrió una inesperada puerta que daba lugar a una posibilidad que jamás se habría planteado para salvar la vida de Jorik, y para la cual tendría que contar con su demostrada habilidad para cazar bestias salvajes y monstruosas. ¿Es posible que el destino de las personas esté escrito desde el mismo momento en el que nacen? Y de ser así, ¿podría el fin de una vida dar paso a una nueva? ¿Podría lo imposible volverse posible?


El hechizo.



Capítulo I

Los últimos rayos de sol, que entraban por entre las cortinas del ventanal, se iban extinguiendo al mismo tiempo que el aliento del Rey se apagaba.
Desde la inmensa cama, con la cabeza apoyada en mullidos almohadones bordados con hilos de oro, el viejo monarca observaba aquel ocaso a través de su ventana.
Aquel era el momento del día que más le gustaba, ver como las grandes y verdes praderas se iban volviendo de color bronce a medida que el sol moría, arrancando destellos de colores del río que las atravesaba. Estas praderas daban paso a las rocosas y majestuosas montañas que rodeaban sus tierras y dominios. De pequeño le gustaba pasear y bañarse en aquellos riachuelos, y trepar a los árboles frutales que lo rodeaban, llegando más alto a medida que se iba haciendo mayor.
—¡Mamá, mamá!—Le decía entusiasmado a su madre cuando iba corriendo hacia ella con un nuevo fruto en las manos.—¡Este lo he cogido de la rama más alta!
Que la Reina se comiera aquella fruta después de cenar,  aquel mismo día, era el mayor regalo para él. Pero de aquello habían pasado ya tantos años... Tantos veranos... Veranos como aquel que ya acababa, sintiendo el Rey que su vida se escapaba con él.
Su hijo, el príncipe Adam, cerró las ventanas cuando las primeras ráfagas de viento frío comenzaban a mecer las cortinas.
—Bueno, papá. Ahora tienes que dormir—le dijo dulcemente mientras se acercaba a su cama. Sus inmensos ojos azules estaban enrojecidos y cansados, y bajo ellos, desde hacía ya varios días, lucían unas profundas ojeras moradas.
—Estas muy cansado, hijo.—Respondió el Rey, con una voz tan débil como su aspecto al tiempo que su hijo se llevaba las manos a la boca para bostezar.—Además, debes de tener hambre, ¿Por qué no te vas a comer algo y te vas a dormir, Adam? Descansa...
Adam clavó la vista en el cabecero de la cama de su padre, el gran estandarte real le daba forma, un majestuoso grifo con las alas desplegadas que había pasado de generación en generación dentro de su familia durante cientos de años. Pronto pasaría a ser solamente suyo, su marca, su seña de identidad... Después cerró los ojos y sacudió la cabeza, como si pudiera deshacerse así del gran sueño que sentía.
—No, papá. Bajaré a la cocina y pediré que nos traigan la cena a los dos, esta noche también te haré compañía.
—Puede quedarse algún sirviente conmigo, ya sabes que esta habitación nunca está sola.
Su hijo lo miró durante unos instantes.
—Ya sabes que no me importa dormir aquí contigo.—Le dijo sonriendo.
—Pero es muy incómodo ese sillón, sé que te duele la espalda.
—Nada que una noche en mi cama no pueda arreglar, ya dormiré.—De repente, el joven volvió a sentir esa inconfundible sensación de calor en sus mejillas.—Discúlpame, papá. Voy a pedir que traigan algo de comer, ahora vengo...
Adam abandonó la habitación rápidamente, antes de que el Rey pudiera ver como las lágrimas se volvían a apoderar de sus ojos, de sus mejillas, y de su rostro entero.




Una vez en el pasillo, Adam cerró la puerta del dormitorio real tras de sí y se dejó caer de espaldas contra ella, hundiendo después su rostro entre las manos en un largo sollozo.
"Dioses, dadme fuerzas para afrontar este momento... Sé que cuando todo acabe no veré más a mi padre..." Se lamentaba.
Tanto se dejó llevar por el dolor que ni siquiera sintió la presencia de aquel que se le acercaba.
—Aunque se quiera, es duro de aceptar, ¿verdad, hijo?—Le dijo una cansada voz, sacándolo de su ensimismamiento.
El príncipe miró rápidamente al anciano que estaba a su lado, secando las lágrimas de su rostro con el dorso de la mano.
—¿Te he asustado?—Se disculpó el viejo.
—No, Lyroy. Solamente fue que no oí sus pasos.
Lyroy era un sacerdote que desde hacía ya muchos años estaba al servicio de su padre, y vivía en una de las torres del castillo desde mucho antes de que él naciera. Era un hombre bajito, tanto que el príncipe tenía que bajar la vista para mirarlo. Su pelo, al igual que su barba, era extremadamente blanco y largo, llegándole hasta casi la cintura. Su rostro reflejaba una bondad y ternura extrema. Adam no sabía qué edad tenía Lyroy, pero siempre le había dado la sensación de que si fuera posible que una persona pudiera llegar a los trescientos años, posiblemente tendría el aspecto de Lyroy. El sacerdote había llegado allí durante una tormentosa noche, en la que el Rey le dio cobijo durante los tres o cuatro días que duró la tempestad, tiempo suficiente para que floreciera aquella hermosa y verdadera amistad que desde entonces había unido a los dos hombres. El día en que Lyroy se dispuso a continuar su camino, el Rey le propuso servirle en su palacio, ya que el pobre hombre no tenía donde ir. Fue su madre en una ocasión la que le había contado a Adam que Lyroy no era un hombre normal, que era un mago con poderes mágicos, que era especial... Hasta entonces solo había pensado que era invenciones de la reina ante su insistente pregunta: “¿Quién es ese señor tan viejo que vive en la torre?” Pero fue justo en ese momento, en el que lo observaba ante la puerta de su padre, cuando lo miró de diferente manera. Ni él mismo sabía si aquello era fruto de la desesperación que sentía en aquellos días, la necesidad de apoyarse en alguien que podría decirle aquello que tanto deseaba escuchar aunque no fuera verdad, que su padre no lo iba a dejar.
—Lyroy, ¿puedo hablar con usted un momento?—Le preguntó casi cauteloso al anciano.
Este lo miró tiernamente con sus ojos grises, tan grises que parecían pertenecer a una persona ciega, pero que a Adam le pareció que eran capaces de mirar dentro de su alma, adivinando que era aquello que le quería preguntar.
—Por supuesto, Alteza. Cuando gustéis.




Adam siguió a Lyroy, ascendiendo por las escaleras de la torre que llevaban a sus estancias. Los escalones eran de piedra pulida y estaban iluminados por diminutas lámparas de aceite que no daban la suficiente luz como para ver sus grietas, a causa de las cuales, Adam estuvo a punto de tropezar en más de una ocasión. En cambio, el sacerdote parecía conocer todos aquellos defectos a la perfección, pues subía las escaleras más rápidamente de lo que solía caminar, o al menos, esa fue la sensación que tuvo el príncipe.
Una vez llegaron arriba, el anciano se detuvo ante una pequeña puerta de roble con pomo de plata y, antes de abrirla, se volvió hacia el príncipe.
—¿Estáis seguro de querer hacerme esa pregunta, Alteza?
El joven se sorprendió ante aquella pregunta, no sabía a qué se podía deber. ¿Que si estaba seguro de querer hacerle aquella pregunta? ¡Pues claro que sí! ¿O quizá era demasiado fantasiosa? ¿Se estaba dejando llevar por el dolor ante la inminente muerte de su padre? ¿Realmente quería evitar que el Rey falleciera con todas las fuerzas de su alma, o necesitaba tal consuelo ante aquello que lo buscaba hasta en lo que no creía desde niño?
—Sí... Sí, claro.—Titubeó
El anciano le sonrío de manera casi paternal, se giró, y abrió la puerta de la habitación. Con un respetuoso movimiento de manos lo invitó a entrar.
—Adelante entonces, Alteza.
Adam avanzó dos pasos y entró en la habitación, lo que vio allí dentro lo dejó sin respiración.
El joven nunca había entrado en esa estancia, su curiosidad jamás había llegado tan lejos, simplemente se había limitado a fantasear alguna vez con ella a raíz de aquellas historias de su madre, que tan fantásticas le parecían. Había imaginado aquella habitación de mil formas, atestada de libros con recetas mágicas, escritos de manera que solo los poderosos magos como Lyroy pudieran descifrar. También había imaginado hermosas bolas de cristal que predecían el futuro según los ojos que las mirasen, o incluso había soñado con que Lyroy tenía alguna especie de mascota mágica, posiblemente un diminuto dragón, que correteaba por su habitación como lo haría un lagarto, y escupiendo fuego para encender su chimenea en las noches de invierno. Pero en realidad, aquel escenario era muy distinto, ¿o quizá no? Una extraña chimenea, parecida a un horno, iluminaba y calentaba la habitación. Junto a esta, había una pequeña mesa repleta de gruesos libros forrados en piel que formaban una inestable montaña, que parecía poder derrumbarse en cualquier momento. Cientos de libros similares también inundaban las estanterías que cubrían casi toda la pared de la estancia, yendo desde el suelo hasta el techo. La pared que quedaba libre estaba cubierta por enormes mapas del reino de su padre, en los que estaban marcados sus montes y ríos más importantes. Los que más llamo la atención de Adam de estos mapas fueron algunos dibujos y símbolos extraños situados en algunos de sus puntos.
La cama no tenía dosel como él había imaginado de niño, más bien parecía un camastro cubierto por una gruesa manta roja. A su lado, y ocupando casi todo el espacio de la habitación, había una alargada mesa de madera repleta de frascos transparentes. Justo en su centro había dos que se conectaban por un tubo en forma de espiral, a través del cual pasaba de uno a otro, y con un burbujeo casi hipnótico, un curioso líquido color turquesa que parecía resplandecer. El resto de frascos estaban taponados y algunos de ellos contenían lo que parecían pequeños animales conservados en formol. Adam se acercó curioso a uno de ellos, el que contenía un sapo que le devolvía la mirada.
—¿Está vivo?—La pregunta escapó de sus labios sin que el apenas se diera cuenta.
De repente el pequeño anfibio saltó sobre el cristal de su prisión transparente, como si quisiera alcanzar al príncipe sin recordar su cautiverio.
Sorprendido, Adam dio un salto hacia atrás. Lyroy lo miraba sonriendo desde la otra punta de la mesa, donde ya ocupaba un asiento y señalaba el que estaba a su lado. Pero el príncipe no se movió, solo se limitó a mirar al sacerdote con mirada sorprendida.
—Hace mucho tiempo que no me miráis de esa manera,—le dijo Lyroy.—Desde que erais niño.
—Mi madre tenía razón con sus historias sobre ti...
El anciano le dedicó una sonrisa casi paternal.
—Su madre, la Reina, era una mujer muy inteligente, Alteza.
—Entonces... ¿Es cierto?
Lyroy asintió con la cabeza al tiempo que le volvía a señalar el sillón que había junto a suyo. Casi con miedo, Adam se acercó y se sentó en él sin apartar la vista de su viejo amigo.
El príncipe sentía que su corazón latía fuertemente. Si aquello era verdad, si el sacerdote realmente tenía algún tipo de poder con el que poder hacer que su padre recobrara la salud a pesar de su vejez...
—Siento en vos que ahora desea más que antes formular esa pregunta.—El sacerdote le tendió a Adam una pequeña copa dorada llena de vino.—Bebed, os sentará bien.
Sin dudarlo, el joven la bebió de un trago. Aquel vino era dulce, afrutado y sintió como le calentaba la garganta al pasar a través de ella.
—Dame un momento, Lyroy. Tengo que asimilar esto antes.
El príncipe echó la cabeza hacia atrás y soltó un profundo suspiro. Lyroy lo observaba, sabía que aquello había sido un shock para él, además estaba lo de su padre, y ya llevaba varios días sin dormir... Adam había sido sobreprotegido desde pequeño, primero por su madre y después por su padre, ya que era hijo único y había venido al mundo cuando sus padres ya tenían una edad avanzada, demasiado para ser padres por primera vez. El viejo siempre había creído que, precisamente a aquella sobreprotección que había recibido desde que nació, se debía el terrible miedo que el joven tenía a quedarse solo ante todos los asuntos reales, a los que tendría que hacer frente cuando su padre faltase.
—Sé que todo esto es muy duro para vos.—Le dijo suavemente.
Adam lo miró con los ojos encharcados en lágrimas.
—Imagino que tú tuviste que pasar por lo mismo.—Le respondió, de repente se sentía identificado con ese hombre. Sentía que todo lo que él pudiera sentir, bueno o malo, a lo largo de su vida, Lyroy lo habría sentido y superado ya de alguna manera.
—Sí, por supuesto. Aunque no de la misma manera que vos, no con la responsabilidad que caerá sobre sus espaldas cuando su padre falte.
En otro momento el príncipe hubiera soltado una risa sarcástica ante aquellas palabras, pero en aquel no.
"Los asuntos reales son lo que menos me importa ahora mismo", pensó el afligido joven.
—¿Tiene solución?—Le preguntó directamente al anciano,—lo de mi padre, ¿se puede remediar?
Lyroy puso una de sus manos sobre el hombro del chico de manera tranquilizadora, el príncipe, al sentirlo, rompió a llorar más abundantemente.
—¿Estáis seguro de quererlo así?
—Si...—La voz del príncipe estaba ahogada.—Es mi padre, una vez que se vaya ya no lo veré más. Si pudiera tenerlo un poco más aquí conmigo... No es por miedo a quedarme solo ante todo esto, es solo para pasar más tiempo con él.
—Lo sé... Lo sé...
Adam secó sus lágrimas con la manga de su camisa y se levantó de la silla. Estaba sofocado, agobiado, asustado, triste... Una mezcla horrible de sentimientos le encogían el corazón y lo agotaban.
A grandes zancadas, que resonaban en la piedra del suelo, comenzó a dar varias vueltas alrededor de la larga mesa que había en la habitación. Los pequeños animales encerrados en los frascos lo seguían con la mirada.
—¿Hay entonces alguna solución?—Volvió a preguntar a Lyroy.
—Sí, la hay.
—¿Cuál es? Ya estoy seguro de que quiero que él siga conmigo. La muerte tira de uno de los brazos de mi padre mientras yo lo hago del otro. Lyroy… Si consigo ayudarlo a liberarse, ¿volverá a ser el de antes? ¿O será diferente?
Lyroy sabía exactamente a lo que el joven se refería, si al Rey le quedaría alguna secuela después de salvarse de la muerte.
—No, absolutamente ninguna. El Rey volverá a ser la misma persona y a sentirse igual que antes de caer enfermo.—Le contestó.
—Perfecto... ¿Qué tengo que hacer? Discúlpame por la insistencia, Lyroy, pero sé que a mi padre le queda poco tiempo y cuanto antes haga algo, mejor.
—Cierto...
—¿Necesito traerte algo? ¿Necesitas algo en especial?
—Oh, no, no, tranquilo. Hay una manera, pero no depende de mí, tendréis que hacerlo solo.
—¿Yo?—El príncipe no sabía si sentirse más asustado o sorprendido.
—Sí, tendréis que hacerlo solo, sin ayuda de nadie. Solo necesitáis de vuestra fuerza y habilidad para la caza.
—¿Tengo que cazar algún animal? Para eso no necesito ayuda.
En todo el reino era conocida la gran habilidad que tenía Adam para la caza. Su padre siempre había sido un gran amante de este entretenimiento, y por consiguiente, él también lo era desde pequeño. Era capaz de manejar un arco con una destreza tan exquisita que nunca se había conocido a ningún otro hombre que pudiera competir con él. Pero la colección de piezas que habían caído bajo las flechas de Adam no habían sido siempre criaturas comunes, y eso era precisamente lo que le interesaba a Lyroy. Si aquel joven había sido capaz, en más de una ocasión, de acabar con bestias de aquel calibre, también sería capaz de hacer lo que supondría la recuperación de su padre.
Lyroy se levantó y miró directamente a Adam, apoyándose torpemente en la mesa de madera.
—Alteza, ¿recordáis aquel lobisome con el que acabasteis una vez? El de esa aldea cercana al castillo.
El bello del príncipe se erizó al recordar aquello. Aquella bestia era enorme, negra, y se movía muy rápidamente. Fueron muchas las noches en las que aquel monstruo había arrancado la vida de varios vecinos de aquella aldea, muchos de ellos evitando que sus familias fueran devoradas. Varios de los más fuertes y valientes hombres del reino acudieron a aquella aldea con el fin de acabar con la fiera, pero sus intentos fueron inútiles, tal era la fuerza de aquel animal. Hasta que finalmente Adam acabó con su terror con una certera flecha de plata que atravesó la garganta del monstruo.
—Sí, claro que lo recuerdo.—Dijo finalmente.
—Pues algo así...
—No me resultó muy difícil aquello, ¿tengo que matar a otro de esos seres? ¿Qué es y cómo lo mato?—Adam parecía decidido, no dudaba.
—No a un lobisome, si no a algo parecido. Una estrige.
—De acuerdo, ¿dónde encontraré una? ¿En este reino? ¿En el vecino?
Al sacerdote no le sorprendió demasiado aquella actitud del joven, pues pensar en la situación que estaba pasando le bastaba para comprenderlo. Lyroy señalo el mapa del reino que colgaba de su pared, y señaló un minúsculo punto en él. A unos escasos cinco kilómetro de Dree, la ciudad más cercana al castillo, había dibujado uno de los extraños símbolos, una especie de cruz celta que representaba la posición de un panteón. A su alrededor, y abarcando una gran superficie del bosque en el que se encontraba, había lo que serían al menos dos kilómetros de tierra de nadie que los habitantes del reino habían dejado, como queriendo así alejarse de aquel foco de terror.
—Aquí, justo aquí está su tumba, su guarida.
—Lo sé, conozco esa historia. La de aquella hechicera que maldijo a la hija de dos nobles, pues ella estaba perdidamente enamorada de él.
—Así es...
—Creía que esa bestia llevaba ya varios años sin atacar, incluso pensaba que ya había desaparecido.
Lyroy suspiró.
—Alteza, esas criaturas no desaparecen por si solas, alguien tiene que darles muerte. Aquella celosa hechicera no podía soportar el hecho de que aquel de quien estaba enamorada amase a otra, por lo que maldijo a la primogénita de esa unión, lo que dio como fruto que a la edad de dieciocho años esa joven comenzó a transformarse en esa criatura las noches de luna llena. Es algo parecido a la licantropía, pero mucho peor.
—De acuerdo, pero... ¿Qué tiene que ver esa estrige con mi padre?
—Las estriges tienen dos corazones, Alteza, uno perteneciente a la persona que es, y otro de la criatura en la que se transforma. Si lográis darle muerte a esa bestia y le arrancarle el corazón perteneciente a la maldición, su sangre será capaz de devolverle la salud a su padre si la bebe.
El príncipe se tomó aquellas palabras como un reto personal.
—Está bien, esta misma noche iré a por ella. ¿Habrá luna llena hoy?
Lyroy observó por unos segundos un segundo mapa que adornaba su pared.
—Hoy no, pero mañana estará completa. De todas maneras, no sé si sí con el estado del astro la criatura saldrá hoy, ellas son imprevisibles.
—Bien—Adam ya se disponía a salir por la puerta.—¿Con una espada corriente me valdrá?
—Claro, una espada de plata, las criaturas que vienen a la vida a causa de un hechizo solo pueden ser destruidas con armas de plata.
—Perfecto.
—Una cosa más, Alteza,—dijo el mago antes de que el joven saliera de la habitación.—Una estrige no es un lobisome, sino algo más fuerte. Camina sobre cuatro patas y su aspecto también es cánido, en su boca dominan dos hileras de los más afilados dientes que hayáis podido ver jamás, y sus ojos son capaces de brillar como tizones en la oscuridad. Así podréis reconocerla. La bestia abandonará su tumba justo a la medianoche, no dejéis que os coja desprevenido.
Adam asintió con la cabeza, aquellas palabras no lo habían asustado, su rostro y sus facciones seguían siendo las mismas. Si había algo que destacara en aquel joven y lo hacía especial, era la gran valentía que poseía, aunque su sensibilidad también era única.
—Gracias, Lyroy. Por todo.
—Que tengáis suerte, Alteza.
Adam sonrió cansadamente al anciano antes de cerrar la puerta y bajar las escaleras.




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