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lunes, 2 de mayo de 2016

Ya es mía...



In nomine dei nostri Satanas Lucifer exclesi,
in nomine dei nostri Satanas Lucifer exclesi…

Y así hasta tres… Aquel fue el final de la invocación, la llamada que le hacía al ángel del averno para que escuchara mis plegarias, mis plegarias arrastradas por el viento de la noche entre aromas de ceras derretidas. Me había costado mucho decidirme, pero definitivamente lo había hecho… Estos malditos celos me habían llevado hasta allí.
Nunca había destacado en nada, nunca me había sentido realizado… Desde pequeño siempre había sido el segundón, detrás de mi hermano Markus. El era 3 años mayor que yo, mejor estudiante, mejor amigo, mejor hermano y mejor hijo… No había en él nada que no pareciese perfecto, pero sobre todas esas cosas, había algo en él que destacaba sobre todas las demás: Su gran habilidad con el piano. Markus tocaba ese instrumento desde los 5 años, y lo hacía excepcionalmente bien, según muchas lenguas parecía haber nacido para eso. Mientras, yo seguía solo y apartado, escuchando a diario todos aquellos halagos que nuestros familiares y amigos vertían sobre mi hermano, adulaciones que no hacían más que alimentar a mi corazón con una amarga desazón. Sé que resultaba chocante observar un tan evidente sentimiento de celos y envidia en un niño de tan solo 3 años pero, esa era la pura verdad.
Un día, 2 años después, decidí dar un paso al frente, dispuesto a ocupar mi lugar en aquel mundo que solamente idolatraba a los genios, a los que fueran capaces de hacer cosas que resultaran imposibles para otros y, para ello, me decanté igualmente por la música. Entre todos los instrumentos que encontré a mi disposición, elegí el violín, no porque solamente me gustara especialmente entre todos los demás, si no por suponía un reto para mí. El violín era y sigue siendo el instrumento más difícil que existe, y sobre el que sobrevolaban diversas y siniestras leyendas, asegurando que solo uno fue capaz de dominar dicho instrumento, pues siempre es él el que te domina a ti…
Nada más pedirlo, y seguramente por su sentimiento de culpabilidad por favoritismo, mis padres me obsequiaron con un atezado y hermoso instrumento. Durante días, noches, años… Estuve practicando con aquel violín, encerrado en mi habitación, hasta olvidarme de lo que era tener sensibilidad en las yemas de los dedos índice y corazón de la mano derecha. Mis allegados aseguraban que no se me daba nada mal, pero para mí no era suficiente… Mi hermano seguía eclipsándome de una manera feroz, y yo ya no podía soportarlo más…
Con el transcurso de los años, y tras haber tenido algo de reconocimiento entre los más entendidos del mundo musical, por fin llegó mi momento, el momento de suplantar a mi hermano, de ser mejor que él, de eclipsarlo… Una fuerte gripe lo había obligado a meterse en la cama precisamente el día que tenía que dar un gran concierto, lo cual no pudo ser. Entre delirios de fiebre me pidió que lo supliera, que eligiera una bonita pieza, y que la tocara ante el fiel público que lo había seguido durante tantos años, y ante el que tantas veces tocamos a dúo. Yo, por supuesto, no le iba a decir que no.
Elegí para la ocasión el capricho número 4 de Paganini, una de las más difíciles partituras jamás compuestas, la misma que muy pocos han sido capaces de representar a la perfección. Aquello era perfecto, todo estaba saliendo redondo, era una señal… Aquella era la noche en la que me decidiría a hacer lo mismo que un día habría hecho el mismísimo Paganini, vender su alma al diablo…
Desesperadamente, y solo dos horas antes del comienzo del concierto, me sumergí en los más oscuros barrios de mala fama de la ciudad, buscando uno de aquellos lugares que solo frecuentaban gente extraña y aficionada a lo oculto. Por suerte, no tardé mucho en encontrar a una misteriosa mujer que me ofreció, por muy pocas monedas, llevar a cabo el ritual.
Y ahí estaba yo… Invocando al diablo, pidiendo intercambiar mi alma por lo que más deseaba en aquella vida, ser alguien, destacar en algo… Por un momento, durante tan tenebroso rito, me sentí avergonzado de mí mismo, y sería un mentiroso si no dijera que también sentí miedo. ¿De verdad necesitaba hacer eso para sentirme mejor? ¿De verdad era eso lo que quería? ¿Era lo correcto? Sí, desde luego que si…
Trascurrida una escasa media hora, la diabólica ceremonia llegó a su fin y yo corrí hacia el teatro. El concierto fue un verdadero éxito, simplemente espléndido… Las notas de Paganini eran arrancadas de mi cuarteto de cuerdas, una a una, de una forma maravillosa, con la musicalidad más perfecta que mis oídos hubiera oído nunca… Desde el principio me sentí flotar, como si estuviera soñando, muy seguro de mí… El violín y yo éramos uno, sentía que lo dominaba, su arco bailaba en mi mano como lo haría la mejor parea de amantes, sus cuerdas vibraban entre mis dedos de la manera más armoniosa, más virtuosa que había sentido jamás.
Durante mi interpretación podía ver los rostros de los presentes, la mayoría de ellos aristócratas para los que acudir al teatro era simplemente un pasatiempo, pero, a juzgar por la expresión de sus caras y el tamaño de sus ojos, aquella noche su visita a aquel edificio supuso más que una mera distracción. Solo cuando terminé y el teatro rebosó con aplausos de admiración, volví en mí. Jamás me había sentido tan vivo, tan lleno de júbilo, tan orgulloso… Lo había conseguido…
Rápidamente, nada más terminar la función, corrí hacia mi casa, ahora me tocaba a mí cumplir con mi parte del contrato… Sabía que él vendría, sabía que vendría a cobrarse mi deuda, y yo no quería hacerlo esperar. Apenas curzé unas palabras con mi mujer durante el trayecto de vuelta, ella me notaba raro, desde luego, pero había algo dentro de mí que me decía que era mejor que no supiera nada de lo que solo hacía un rato había hecho. Sus palabras de elogio, a las que solamente contestaba con movimientos de cabeza, no causaron la más mínima reacción en mí, estaba ausente, concentrado… En mi cabeza solamente había una cosa, pagar la deuda con la que esa noche me había empeñado.
Una vez llegué a mi habitación cerré la puerta con llave, dejé mi valioso instrumento sobre la mesita, no sin antes darle una última caricia, como agradeciéndole la gran noche que me había dado. A continuación, relajado, o intentando estarlo, me senté sobre la cama dispuesto a esperar, esperar… Intentaba mantener los ojos cerrados pero una misteriosa fuerza, posiblemente provocada por el propio miedo y nerviosismo que me invadían, me obligaba a mantenerlos abiertos. En silencio volví a observar aquel violín que descansaba sobre su estuche abierto, la luz de la luna parecía acariciarlo, como si por arte de magia se hubiera abierto aquella rendija entre las cortinas para dejarla pasar únicamente para él… Dotándolo de un aspecto fascinante, misterioso y único, pero a la vez siniestro… Tan siniestro que era capaz de provocar una cruel batalla dentro de mí, en el que el miedo y la atracción intentaban ganarse el mismo lugar en mi corazón, en mi razón…
Los minutos pasaban y nada ocurría, el sonido de las agujas del reloj caía sobre mí como gotas de plomo, cada vez más y más pesadas… Los rostros de los asistentes a la actuación volvieron a formarse en mi mente, tan claros como si volviera a tenerlos delante. Lo habían disfrutado, les había gustado, lo había hecho bien. Una fanfarrona sonrisa empezó a asomar en mis labios, empezaba a pensar y a sentir que aquello que acababa de hacer no lo había conseguido gracias a ninguna fuerza sobrenatural o diabólica, sino gracias a mí, a mi talento, a mis dedos…
El tiempo seguía pasando, convenciéndome, con cada segundo que pasaba, de mi propio talento natural, aquel que había llevado encerrado todos estos años anteriores, aquel que otros se encargaron de confinar con sus palabras adornadas de suspicacia. Hasta que, de pronto, pude sentir algo, las llamas de las velas comenzaron a parpadear y… A alargarse, como si algo fuera capaz de cogerlas de sus ardientes puntas y estirarlas.
Ya no estaba solo en la habitación… Por lo que agudicé mis sentidos todo lo que pude para que nada se adelantara a mí, para que nada me sorprendiera… Lo primero que pude percibir fue el sonido de una fuerte respiración que venía desde el rincón que quedaba justo detrás de mí. Lentamente, y aguantando la respiración, pues no quería que ningún otro sonido se interpusiera entre aquella respiración y mi oído, me fui girando. Lo que descubrí a continuación hizo que mi sangre se detuviera, y mi corazón se congelara… Aquel ser era lo más grotesco, terrorífico y espantoso que cualquier otra criatura protagonista de las peores pesadillas que cualquier mortal se hubiera atrevido a soñar jamás.
Su altura no era superior a la mía, pero gracias a los dos imponentes cuernos que brotaban de su frente, daba la sensación de que sí lo era. Sus manos, extremadamente grandes con respecto a su cuerpo, terminaban en uñas afiladas y negras cuya caprichosa forma las hacían parecer garras. Sus pies no eran pies, sino pezuñas de animal… Seguramente, de haber reparado más en ellas, hubiera podido compararlas con las de algún animal de la familia de los caprinos. Su rostro era simplemente indescriptible… Sus rasgos eran muy duros y profundos, sus pómulos estaban tan marcados que parecían incluso capaces de cortar el acero, y su barbilla, extremadamente larga, dotaba al perfil de su rostro con la forma de una media luna. Justo en medio de esa cara, de piel demoníacamente rojiza, dos ojos pequeños, tan rojos como lo debían ser las llamas del infierno, brillaban con malicia.
Durante largos segundo no reaccioné, era como si mi cuerpo entero se hubiera congelado. Pero no tardé mucho en arrodillarme delante de esa figura a pesar de la desilusión que no podía dejar de sentir al saber que había sido obra de él, y no de mi talento, el resultado de aquel maravilloso concierto.
—Lucifer, Rey de las tinieblas.—Le dije.—Te ofrezco mi alma a cambio de lo que esta noche has hecho por mí.
—No aceptar tu alma.—Me respondió el diablo, con una voz tan cavernosa que incluso retumbó en las paredes de la habitación.
—¿Por qué? Es un alma pura, ¿por qué no puedes aceptarla?
—Porque ya es mía…




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